“Soy actor por desesperación”. Hugo Arana

Hugo Arana no deja de actuar ni para tomarse vacaciones porque su profesión lo divierte tanto como el primer día. A los 73 años, por primera vez, se sube al escenario de la mano de su maestro.

Texto: Daiana García Cueto  Fotos: Sebastián Salguero

Hugo Arana nació dos veces el mismo día. Cada 23 de julio celebra por partida doble, por un lado, su cumpleaños, y, por otro, su aniversario, con la actuación. Entre uno y otro, hay 22 años de diferencia y tres momentos que fueron marcando el acercamiento a uno de los amores de su vida.

No había visto teatro nunca, pero sí era un espectador recurrente en los cines de Lanús, donde estaba la casa familiar de su juventud, cuando se encontró con un cartel que decía “Hágase actor. Centro experimental cinematográfico”. “Lo tengo grabado como un cortometraje”, dice. Estaba yendo a la ferretería, salpicado de pintura porque pintaba un cielo raso, no imaginaba que sería su último trabajo antes de vivir de la profesión. Anotó la dirección, era pleno centro y quedaba cerca de la casa de su padrino, con quien se en-contraría el día de su cumpleaños para tomar un café. “Me regaló una camisa leñadora y, con esa camisa bajo el brazo, caminé hasta Ayacucho y Charcas y me regalé la inscripción”.
Lanús tenía siete cines y dos eran de la familia de un amigo suyo. Había films de lunes a domingo, y, como la amistad se había extendido a los que pasaban las películas, las miraba desde la cabina, e, incluso, llegó a proyectar-las. “Salía del cine y, en la calle, solo no más, era el malo de la película, el duro que miraba fijo, o salía y era el galán, el picarón”.

El tercer hito también viene de la mano de un amigo y del cine. “A los 18 o 19, laburaba en una carpintería de una familia sirio libanesa, muy católicos. Uno de los hijos era Ricardo Cura, que, paradójicamente, fue cura, porque, por entonces, era habitual que, junto con el religioso, se eligiera quién sería el cura y le toco a él. Estuvo 15 años retirado en el borde del desierto y decidió fugarse”. Un día, de nuevo en Lanús, este amigo lo invitó al cine. Hugo estaba acostumbra-do a las películas de cowboys y pistoleros, pero fueron a ver La fuente de la doncella. “Para mí, era una fuente para meter al horno, y era de agua, y era una película de Ingmar Bergman. Salí y algo había cambiado en mi vida. Sentí que había un mundo infinito que nunca había olido”.
“No uso el término carrera, no me gusta la palabra, no corro a nadie. Digo profesión, poner la fe. No lo elegí, sucedió, apareció la fe y acá estoy”, actuando después de 51 años. El 2016 lo encontró con varios trabajos en televisión (La Leona, El Círculo y Ultimátum), en cine (Angelita, la doctora), y teatro. “El horizonte lo sigo teniendo a la misma distancia, fui avanzando, pero se fue corriendo”.

¿Qué balance hacés de tus años con la actuación?

He elegido una profesión que amo profundamente, siento que me ha hecho mejor persona, que me ha permitido re-correr este misterio de vivir, esto de ser un bicho humano. Es una profesión que, al bucear en la memoria emotiva y sensorial, que tiene que ver con la infancia, uno abreva y encuentra, investiga qué es lo que anida uno. Yo bromeo y digo: “Algún día voy a llegar a decir ‘casi me conozco’”. Casi, porque sé que nunca voy a conocerme. Decir “yo sé” es un acto de soberbia, pero me parece más humilde que decir “yo sé quién soy”. Es una aventura. La profesión pide eso al querer construir caracteres, psicologías. En la actuación, uno bucea en lo infinitos que somos como seres humanos. El balan-ce es que siento la misma inquietud, el mismo interés. Como el nivel crítico creció, el horizonte se corrió. Siempre hay mucho por descubrir.

¿Qué cosas te sorprenden o no de la profesión?

Hay cosas que me inquietan, que no me gustan, pero ya no me sorprenden. Puedo hablar más del desagrado que de la sorpresa. Me he sorprendido al ver cómo se ha ido corriendo la narrativa, la ficción, lo que llamo una especie de “cultura de la hamburguesa”. Con la hamburguesa, en cinco minutos tenés un plato de comida, ahora, comelo todos los días, te va a reventar, no es un alimento. Hay un poco esa cultura, todo rapidito y ¡pim-pam-pum! También, el ultra desarrollo de la ciencia, las redes sociales, este bombardeo de información tan extremo hace que el cerebro no pueda procesar tanta información. No hay una comida elaborada, donde voy probando el sabor, más o menos especias, tiempo de cocción… No es sano, no es bueno, no creo que nos mejore. Pero sí tiene que ver con la profesión, con el momento de actuar, uno puede tender a la búsqueda de la armonía, cuando lo interno y lo externo se dieron la mano, mi interior y mi entorno están unidos, no hay conflicto. Y, en esta cultura de la rapidez, esos estados se pasan de largo. Exagero todo esto para observarlo, miro con lupa. Tendríamos que poner el freno de mano un poquito.

¿Cómo apareció tu deseo de ser actor?

Soy actor por desesperación. Tuve 15 trabajos distintos, un año en uno, unos meses en otro. No terminé la secundaria porque había que laburar, éramos muy humildes. Y, en uno de esos laburos, trabajaba para un amigo mío de toda mi vida, Carlos Herrera, arquitecto. Pintaba paredes, colocaba alfombras, todo mal, pero nos queríamos. Y ahí vi el afiche de “Hágase actor…”.

Y SE HIZO

A partir de ahí, la historia es conocida. Cuando todavía era estudiante de teatro, en 1972, grabó la publicidad del vino, la de los escarpines que la gente no olvida y con la que Hugo entró en las familias argentinas. En televisión, lo hemos visto en un montón de papeles en telenovelas, series y unitarios, desde Papá Corazón, Resistiré, Bue-nos vecinos, Mujeres asesinas, Para vestir santos, entre otros. Sus personajes Huguito Araña y El Groncho, en Matrimonios y algo más, en la década del ’80, también quedaron guardados en el imaginario popular: “La gente agradece haberse reído”. En cine, el debut llegó en 1970 y, hasta el momento, participó en casi cien películas.
Marcelo Lavalle y Augusto Fernandes son sus principales maestros, con los que descubrió lo que pasaba arriba de las tablas. Con Fernandes, los intentos de trabajar juntos se habían frustrado por diversos motivos y circunstancias, hasta que, este año, por fin, se dio y montaron 1938. Un asunto criminal, escrita y dirigida por el maestro, que también actúa en la obra. Completa el elenco Beatriz Spelzini. Estarán en la cartelera del Teatro Nacional Cervantes hasta el 5 de noviembre, luego de recorrer diferentes ciudades del país.

¿Qué te apasionó del teatro?

Lo más elemental, que uno se sube a jugar como cuando era niño. Es un juego. Federico Nietzsche tiene una frase que dice que se logra la adultez cuando se logra la seriedad del niño cuando juega. Y creo que es eso, sentí que estaba jugando con toda seriedad. Había algo en eso de que de una escoba hacés un caballo blanco. Abrevar de los infinitos, desde un asesino serial, hasta un ángel de la guarda… todo puede ser. Poder movilizar eso, sacarlo, es maravilloso.

¿Te dejás llevar por la imaginación en los ejercicios para crear los personajes?

No, tengo una zona que siempre sigue enojada. Siento que hay un último loco que nunca solté. No es una decisión, es lo que me sucede. No digo: “Yo al loco lo voy a tener atado”, me sucede. Debe ser algún temor, en algún lugar, a la profunda libertad, quizás miedo a ver qué veo, ¿mirá si es un abismo? No fui a terapia a fondo para ver qué era eso; mis ejercicios de teatro son más profundos que el psicoanálisis convencional

¿Qué lugar tienen los maestros?

Son muy importantes. En el ’69 empecé con Fernandes y sentí que me abrió la cabeza. Sabe muchísimo, no le vendés un buzón ni en pedo. Ve.

¿Un maestro tiene que ser observador?

Me quedo con la máxima ”no se puede enseñar lo que no se puede aprender”. Creo que el suceso se produce si el que aprende aprende. Si agarrás un alumno mediocre y un maestro genio, no pasa nada. Agarrás un alumno genio con un maestro mediocre y aprende. Creo que se puede aprender, no enseñar, pero hay mejores y peores guías.

¿Te has dedicado a la docencia?

No. Me han pedido, pero siento que sigo muy ocupado en el actor. La docencia sería empezar a dar clases y tener que disculparme porque me voy de gira, o tengo función esta noche, o no puedo porque estoy grabando una novela… El actor todavía me entretiene.

En las giras, ¿encontraste diferencias entre los públicos?

He hecho muchísimas giras. El teatro me ha regalado conocer todo el país. Con Made in Lanús hicimos 52 mil kilómetros. Es tan bello el país que tenemos, tenemos un paisaje… Y hablo de la gente como paisaje. Del público, con la misma obra. En los que he sentido una diferencia es entre los cordobeses y los mendocinos. El cordobés es para afuera, expresivo, así también se levanta, se va y no te aplaude. El mendocino es más cauto, conservador. Después no, la gente se engancha o no se engancha.

¿Qué metés en la valija?

Ropa de más, para que no se me arrugue. Es chiquita mi valija.

¿Tenés cábalas?

Creo que creer en supersticiones trae mucha mala suerte. El amarillo, no decir la palabra víbora… El teatro está lleno. Creo que son todas creencias, la vida es una creencia, la llamamos realidad para entenderla. Se inventan esas cosas, por ejemplo, “no hay que barrer de noche”, porque es un miedo al que le gano, no barro y listo. A los verdaderos miedos no es tan fácil ganarles. Entonces me invento algunos que puedo dominar, para hacer-me creer que lo venzo. No lo critico, todos inventamos desde nuestra subjetividad.

¿Éxito?

En el trabajo del actor, y hablo por mí, el éxito de afuera no va de la mano del éxito de adentro. Y, a veces, es lo contrario. Hay personajes que no tuvieron ningún éxito, pero que a mí me hicieron laburar, porque no lo lograba, estaba mal escrito, la obra estaba floja. Le dedicaba pasión y búsqueda, entonces me nutrieron, me hicieron remar en las cataratas. No soy dueño del éxito, hay gente que dice “bravo”, yo laburo.

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*Publicado en Revista Convivimos. Octubre 2016.