Ganador del premio Consagración en el Festival de Cosquín, “el Indio” Lucio Rojas atraviesa el mejor momento de su carrera como cantor. Su familia, su tierra y la chacarera son las protagonistas de esta charla.
Por Dai García Cueto Fotos Sebastián Salguero
La sombra de un algarrobo se ofrece de anfitriona para que “el Indio” Lucio Rojas deje por un momento el ensayo con su banda y se siente en la cabecera de una gran mesa de madera. Se desenvuelve una charla parecida a la de un almuerzo de domingo, pero es miércoles a la hora de la siesta, el día que más libre lo encuentra a este cantor cuyo nombre figura en prácticamente todas las fiestas populares del país. El resto de la semana su agenda lo aprieta.
Este verano se quedó con el premio Consagración, la máxima distinción del Festival de Folklore de Cosquín. El año pasado lo obtuvo en el Festival de Doma y Folklore de Jesús María. Ambos reconocimientos son indicios de que su carrera solista pisa fuerte y seguro. “Para un folklorista, ni siquiera un Grammy es como la Consagración en la Plaza Próspero Molina”, afirma con su tonada del Chaco Salteño. Es un sueño que persigue desde la década del 90, incluso desde antes de dedicarse profesionalmente a la música; veía la fiesta colgado de un alambre.
Empezó a cantar de niño, cuando la orilla del río Pilcomayo era su escenario y esperaba ansioso a que su papá se fuera al pueblo para tocar el bombo legüero. Aunque nunca se imaginó cantando solo, porque pensaba que su voz no se lo permitiría, hace tres años se animó a seguir enarbolando la bandera del folklore, motivado por su hermano Jorge Rojas. Si bien el proyecto lleva su nombre, asegura que se trata de una iniciativa familiar. “Al lado lo tengo a Jorge, que me apuntala; mi otro hermano, Alfredo, me acompaña cantando y componiendo; y Lautaro, el hijo mayor de Jorge, es parte de la banda. Sigue estando la familia, ese equilibrio que nos ha llevado a donde estamos. Más allá del trabajo y la responsabilidad, seguir uniendo fuerzas hace a la fortaleza de los Rojas”, comenta. Habla mucho y siempre con una sonrisa.
Para los tres, la historia fue similar. Criados en Marca Borrada –un paraje salteño ubicado en el límite de Argentina con Bolivia y Paraguay–, sus padres soñaban con que fueran a la universidad. “Allá fuimos, pero la ciudad te deslumbra, imaginate que ni conocíamos la televisión. Tantas cosas que nos atrapaban y nos aislaban al mismo tiempo, porque no teníamos herramientas para encararlas. Jorge no sabía si decirme ‘Cantá’ o ‘Estudiá’, porque a todos nos iba pasando lo mismo: nos gustaba cantar”, recuerda entre la melodía de los pájaros. Cuando finalizó el secundario, se fue a Tartagal a estudiar Veterinaria, pero terminó regresando a su pueblo para más tarde retornar a la ciudad, donde comenzó Educación Física. Abandonó la cursada en cuarto año, el día que Kali Carabajal lo llamó para formar parte de Los Carabajal.
La noticia de que el grupo folklórico que tanto admiraba y que escuchaba por la radio de su abuelo antes de ir a la escuela necesitaba un cantor, la recibió en el mismo lugar donde se desarrolla esta entrevista. En unas vacaciones de invierno acompañó a su hermano mayor –que en ese entonces formaba parte de Los Nocheros– a conocer el terreno que se había comprado en Anisacate, Córdoba. Estaba ayudando con el trabajo en un pozo, cuando vio a Jorge acercarse con el Chaqueño Palavecino, quien le dijo: “Soltá esa pala, Indio, que ya no la vas a ocupar más”. Estuvo cinco años con los santiagueños; luego vendrían Los Rojas, la formación que integró con sus hermanos y que duró diez años.
Yo soy el Indio y Soy del monte son los títulos de sus trabajos discográficos, con los cuales resume su esencia musical y personal, apostando a la música folklórica de su tierra. “Nunca cuento historias de otros, cuento las mías. Por eso siento la libertad de cantar lo que canto. No tengo el nombre de ‘Indio’ por marketing, soy indio de nacimiento, tengo sangre de los pueblos originarios en mis venas. Allí está mi riqueza cultural y mi identidad. Eso me hace estar tranquilo a la hora de decir de dónde vengo, por qué digo o defiendo ciertas cosas, porque las conozco. Sé lo que siente el pueblo originario cuando levanta una chaucha de algarrobo del suelo, porque lo viví”.
¿Sentís responsabilidad como cantor?
Sí, mucha. Más hoy, en estos tiempos. Nuestras letras tienen mucho contenido, el mensaje cuando le cantás a la tierra, al árbol o a tu raíz. Nuestros temas también tienen una carga social, porque somos defensores de un lugar que es de los más ricos culturalmente, donde hay siete etnias diferentes conviviendo desde toda la vida, criollos y aborígenes. Estamos convencidos de que somos referentes del lugar del que venimos y también de otros lugares que pasan por las mismas cosas.
¿Qué valores tiene esa identidad del monte?
Fundamentalmente la familia. Es nuestra fortaleza inquebrantable, que está por sobre todas las cosas. También el amor por el lugar, y de allí, la transparencia de decir las cosas de manera natural. Por esos valores, la palabra tiene tanta fuerza y peso en mí, aunque muchas veces hoy me juega en contra, porque en lo cotidiano vas charlando y la palabra ya no tiene tanto peso. Son riquezas que me hacen saber y decir quién soy. Siento la música de la misma manera, y cada vez es más fuerte el sentimiento a mi tierra, al árbol, al río. La fortaleza que me dio la vida y que me hace sentir que soy igual que el árbol. Soy natural, me cuido mucho de no ser doblegado.
UNIDOS Y NUMEROSOS
Lucio fue bautizado con el nombre de su padre, referente bagualero del Chaco Salteño. Además de Jorge y Alfredo, tiene nueve hermanos más por el lado paterno, es decir que don Rojas tuvo doce hijos. El más chico de su clan es menor que el más pequeño del Indio. Él tiene seis descendientes que van desde los seis meses hasta los 21 años. Incluso, su hija más grande, Brisa, tiene una nena de dos años: “Trato de no enterarme de que soy abuelo”, dice y suelta una carcajada.
Es el hermano del medio y confiesa que es el hombro para que ellos se apoyen cuando lo necesitan: “Soy el compañero, soy un ladero”. Mientras habla, su mirada va hacia Baltazar, su hijo de siete años. Algo tímido, no se movió de su lado, estando alerta por si necesitaba algo. “Hasta se encarga del fuego para el asado cuando llego demorado de una gira”, cuenta Lucio.
“A mis hijos les sigo mostrando el sacrificio que nos ha costado todo, que puedo cortar el pasto y hacer las cosas de la casa. Los llevo a mi pueblo y les muestro el camino que hacía para llegar a la escuela. Busco traspasarles a ellos lo que he vivido, no quiero quedarme con nada adentro de cómo enseñarles que tiene que ser la vida. A mí me la han enseñado así y quiero compartirla”. Recuerda que su padre les daba los consejos a través de coplas y asegura que la guía fue su mamá, María Elena, quien falleció el año pasado: “Yo le digo ‘el corazón de palo santo’. Es azul cuando es de un temple tremendo, y si vos le ponés fuego, tiene un gran resplandor, y mi vieja ha sido eso para nosotros”.
Los tres hermanos viven en Anisacate, a 500 metros de distancia. También comparten el espacio de trabajo que se encuentra en el campo de Jorge, donde el mayor de los Rojas, además de tener su casa, montó un auditorio, un estudio de grabación y las oficinas de la productora Quilay y de la Fundación Cultura Nativa. Con una vista panorámica a las sierras cordobesas, y rodeados de algarrobos, el aire les devuelve parte de su Marca Borrada.
¿Cómo viviste la Consagración de Cosquín?
El sueño de un cantor, haberlo logrado es lo máximo. Capaz te vas afuera del país y sos el número uno, pero personalmente no hay algo más importante que la Consagración de Cosquín. Hasta ahí llegué por la familia.
¿Qué momento vive el folklore?
Está viviendo un momento muy hermoso, te das cuenta en las fiestas populares del país, los espacios son inmensos. Hoy entreveran folklore con cuarteto en Jesús María, o por ejemplo toqué en Santa Isabel y estaban Los Palmeras. Es el momento, es necesario que se empiecen a abrir los vínculos con esos ritmos. Y estoy convencido de que el folklore es el único que abre, si vas al Cosquín Rock, no hay otro género. Siento que el folklore no abre las puertas porque tiene necesidad de hacerlo, sino al contrario. Los folkloristas tenemos la forma de expresarnos y de mostrar que los otros estilos son compatibles con nosotros.
¿Cuál es el aporte de las nuevas generaciones?
Actualmente hay un importante movimiento generacional. Yo hace 20 años que estoy, soy un chango viejo cantando, pero hoy empezamos a tener espacios nuevos y con mucha identidad. Los artistas nuevos están empezando a ayudar, sumándose a las carteleras de los grandes, como el Chaqueño, Abel Pintos o Soledad. Las fiestas populares necesitan más marketineros, por eso aparecen los Ulises Bueno. El folklore está necesitando de esas nuevas generaciones sin ninguna duda, son quienes van a colaborar para que se abran las puertas del rock, de la cumbia. Me alegra que seamos varios los que tenemos esta posibilidad de darle un aire fresco y acompañar a los cantores que, siendo taquilleros, llevan 30 años defendiendo nuestra música.
¿Danza y música van de la mano?
Soy un convencido de que son una sola. Los músicos y los bailarines hasta hace poco pensaban que cada uno iba por su lado. Pero la danza es la representación de la música, y la música es la transmisión de lo que siente a través del baile, no pueden estar separados. En mi espectáculo bailo mucho, no por necesidad o porque le gusta a la gente, yo lo siento así. Hace unos quince años, los folkloristas se nos reían cuando salíamos zapateando: “Qué payasos esos tres, por qué no van a cantar”, nos decían. Lo sentimos así.
¿Cuál es tu meta?
Me gustaría saltar al otro lado con mi amor, la chacarera, por eso estoy armando la Fiesta del Monte. Hasta ahora, los únicos que han logrado romper esa barrera son los santiagueños.
PING PONG
Asado o empanada: Asado
Un árbol: El algarrobo y el palo santo.
Un animal: El caballo.
Una palabra: Identidad.
Una canción que hable del país: Solo le pido a Dios y una nuestra, Murallas.
*Publicada en revista Convivimos, abril 2019.