Julio Le Parc es un artista experimentador. Con una huella trazada en el arte participativo y cinético, vuelve sobre su obra para reinventarse. Optimista y obstinado, sigue trabajando a los 90 años.
Por Dai García Cueto Fotos Sebastián Salguero
El propio artista parece una obra firmada por Julio Le Parc. Solo la voz bajita y el bastón revelan que tiene 90 años, porque al conversar con él, se deja entrever un hombre lúcido y alegre que no deja pasar oportunidad para hacer una ocurrente broma. Recuerda detalles de sus más de 60 años motivado por crear, desafiando
límites, una producción artística que no pierde vigencia y lo ubica en la historia del arte como vanguardista e innovador. A horas de haber inaugurado “Visión”, la muestra que se exhibe en Casa Naranja hasta fines
de enero, asegura que su característica distintiva ha sido la perseverancia, el tesón para continuar con una idea hasta concretarla. “Si sé que habrá un buen resultado, ¿por qué parar antes de lograrlo?”, dice este artista que nació en la Argentina y se volvió internacional.
También el azar intervino en el destino de Le Parc. Reconoce que su vida estuvo marcada por algunos designios de la suerte, como cuando su mamá, caminando por Buenos Aires, miró para arriba justo en la vereda de la Escuela de Bellas Artes y recordó las palabras de la maestra que le había advertido que su hijo tenía habilidades para el dibujo. O aquella vez en 1972 cuando depositó en una moneda la decisión de aceptar o rechazar una propuesta para exponer en el Museo de Arte Moderno de París, jugándose su futuro profesional. Cayó cruz y valió por la negativa; para algunos fue un error, para él, a veces la mala suerte puede, a la larga, transformarse en buena. Expuso sus trabajos en los museos más prestigiosos, como el MoMA de Nueva York, el Centro Pompidou y el Palais de Tokio en París, el MALBA de Buenos Aires y la Pinacoteca de San Pablo; también participó de las bienales de arte más importantes del mundo.
A los 30 años ganó una beca que lo llevó a Francia con una valija llena de deseos y avidez de experiencias. Con el tiempo, París se convirtió en su lugar en el mundo, allí podía dedicarse totalmente a su arte. Investigación, experimentación y elementos lúdicos marcaron el pulso de su vasta producción en torno al movimiento, el color y la luz. Su preocupación por la participación del espectador radicó en su interés por alejarse de la obra absoluta y valorada solo por los cánones del mercado del arte. Entre sus obras más emblemáticas se encuentran La larga marcha (1974), también algunas de sus innovaciones como los laberintos de luz y la definición de los catorce colores fundamentales a partir de sus estudios cromáticos.
Los primeros tiempos en la capital francesa fueron de intensa actividad artística y de compromiso político. Junto con otros colegas, en 1960 fundó el Grupo de Investigación de Artes Visuales (GRAV), el cual por ocho años fue un espacio colectivo de creación y manifestación contra el arte tradicional. Pero el contexto del Mayo
Francés no le fue ajeno y tuvo que exiliarse de París por hacer en afiches los eslóganes revolucionarios que aparecían en las agrupaciones, las universidades o las fábricas ocupadas. Tenía a su favor haber ganado
la Bienal de Venecia en 1966, lo que sirvió como presión para que lo dejaran volver y pudiera encontrarse, luego de seis meses, con su entonces esposa Marta y sus hijos Yamil, Juan y Gabriel.
Varias veces pensó en regresar a la Argentina, pero cada vez que lo intentó, el contexto político no resultaba favorable para un artista comprometido con la realidad. “En el año 73, volvimos en un viaje de poco tiempo y compramos una casa en San Telmo con la intención de que se convirtiera también en taller. Después vino el Brujo [José López Rega], el golpe de Estado, y mi plan quedó trunco”, comenta sobre aquellos años, de los cuales también hizo manifestaciones explícitas, por ejemplo, pintando en la obra colectiva La tortura, en 1972. Si bien las obligaciones y el trabajo lo retornaban una y otra vez a la ciudad de la Torre Eiffel, nunca desconoció que su esencia la mamó en suelo argentino, por eso repite la premisa “Uno es de donde uno viene”. Nació en la localidad mendocina de Palmira en 1942, y a los 14 años se mudó a Buenos Aires con
su mamá y sus hermanos. “Esa formación de la niñez está en mí, ligada a mi manera de ser”, explica este hombre con pañuelo al cuello y estilo francés.
Hoy su rutina continúa siendo muy activa. Luego de desayunar, solo le basta bajar unos pisos para encontrarse con su taller. Casa y trabajo están integrados, a tal punto que comparten edificio en Cachan, a las afueras de la capital francesa. También viven allí sus hijos, quienes colaboran con él, e incluso su exmujer, Marta.
¿Por qué definirse como “artista experimentador”?
Es un concepto que engloba la búsqueda de alejarse de hacer obras de arte, de la pretensión de luchar para ser reconocido, para venderse o hacerse amigo del director del museo para tener una oportunidad. En gran parte, está previsto que un artista produzca dentro de un estilo que se tiene que volver propio para ser reconocido por el medio. En cambio, en la experimentación, uno se puede dar el lujo de cambiar de una
cosa a otra sin estar apegado a esa obligación de hacerse a un estilo, una marca, y volverse, de esa manera, un artista monotemático.
¿Por qué darle un lugar al espectador en la obra?
Viendo el conjunto de lo que producía el medio artístico, el espectador era algo menos importante, dejado de lado, porque no tenía ninguna participación. En el mejor de los casos, en algunas exposiciones estaban contados como si fueran corderos. Si no tienen participación, no hay ninguna incidencia en la valoración del arte actual, solo el espectador que tiene dinero puede darle un valor comercial. En este medio esto está aún más exagerado: una obra que se vende es más que la que no se vende. Entonces surgió la intención de incorporar al espectador que estaba afuera del sistema. Teníamos que probar en nuestro propio quehacer aquello que generara una relación. Por eso, si dejábamos de lado la preocupación de hacer obras de arte, teníamos más facilidad para experimentar sin menos exigencias. Dentro del trabajo, en vez de pretender hacer a la obra definitiva, queríamos despojarla de esa característica y no obligarla a que fuera única, estable. Se incorpora, de esa manera, la razón del movimiento, partiendo de la inestabilidad; una experiencia provoca algo que no es estático, que puede cambiar. Y de a poco, los elementos posteriores
a la producción se incorporan: el desplazamiento del espectador, del aire, de la luz, los reflejos, las sombras…
¿Por qué revisar su propia obra?
Esa actitud de experimentar lo que uno hace puede no terminar. Puede tener prolongación. A veces me encontraba haciendo algo y me daba cuenta de que ya lo había probado. En ese caso, lo que hice antes se
puede juntar con otras experiencias, y dar otros resultados.
¿Le importa trascender a través de sus obras?
Más bien, si se toma de forma global. Seguramente el medio se focalizará en sacralizar ciertas cosas de la producción, pero para mí lo importante es el conjunto: la actitud, el comportamiento, los hechos, los
postulados, que se lean en conjunto. Cuando uno ve la historia del arte, “humanifica” la producción de algunos artistas y se dejan de lado las situaciones de esa relación con la que produjeron, que para el mercado o los criterios valorativos existentes no fueron necesarias.
¿Cuál es su aporte?
Hice las cosas y las cosas están hechas. No puedo pretender ni exigir que se me valore de una u otra manera. Lo único que pido es que lo que produje no se aísle de mi comportamiento y mis actitudes.
El artista que trabaja con libertad ¿exige libertad a quien mira?
El que mira tiene la libertad de quien mira. Pero a medida que se imponen, se exigen condiciones para mirar, un conocimiento de la historia del arte, una cultura, una sensibilidad desarrollada. Es decir, la gente tiene una sensibilidad natural para ver, pero se crea una situación de inferioridad. La mayoría de las personas no entiende el arte contemporáneo y tiene que estudiar o aceptar que esto es una buena obra de arte porque un coleccionista pagó mucha plata. En general, lo más fácil para la gente es renunciar al arte porque no es
imprescindible para su propia vida. La palabra “optimismo” se repite en su vida y su trabajo… Es que lo contrario lleva para atrás. Si no tengo cierto optimismo y confianza en mí mismo y en lo que me rodea, no se puede. Es optimismo de que las cosas vayan mejorando o quedarse amargado, desilusionado e improductivo. Por otro lado, me ha sucedido que, en exposiciones grandes, la gente entra con un grado de optimismo y una vez que sale el grado ha aumentado; eso es suficiente para mí. Es importante que una producción artística pueda generar optimismo.
Además del optimismo, ¿cuáles son los otros valores fundamentales de su vida?
Los de cualquier persona; pero en mi caso, algunos se pusieron más agudos, perduraron. En la actitud de búsqueda también está el juego, el de los niños que inventan cosas, y a una cierta edad, eso se corta. En cambio, en mí esa actitud duró. Además, la obstinación, la gente dice que soy cabeza dura. Hay un poco de
certidumbre, de confianza en que algo va a tener un resultado, y se comprueba luego. Por ejemplo, pasé dos años insistiendo para que con el GRAV realicemos Un día en la calle [una intervención experimental
e interactiva realizada en las calles de París en 1966]. Si en vez de ser obstinado hubiera dicho que era muy
complicado ponernos todos de acuerdo y hubiera bajado los brazos, no se habría hecho. Ese defecto también lo reivindico, la perseverancia, la testarudez y todo lo demás
*Publicado en revista Convivimos. Diciembre 2018.