“El teatro me dio la palabra”. Marilú Marini

Del Instituto Di Tella en Buenos Aires a una sólida carrera en París. La actriz argentina adorada por los franceses vuelve al país para deleitar con su talento.

Por Dai García Cueto Fotos Laura Ortego

«Tengo la suerte de no haber perdido el entusiasmo infantil, las cosas todavía me pueden maravillar o entusiasmar. Puedo tener ilusiones y conservar parte de lo imaginario, de cierta libertad que te da la infancia. Me parece fundamental guardar eso para un artista o cualquier ser humano para vivir”, dice Marilú Marini. Explica así el que quizá sea uno de los secretos de su existencia y de su vida artística, el que la ha llevado a convertirse en una actriz ecléctica y arrasadora.

Nació en la Argentina, se formó en el Instituto Di Tella, y en sus primeros años en el arte se destacó en la danza contemporánea. Pero fue en Francia donde alcanzó su reconocimiento artístico a través de la  actuación. Vive en París desde 1975, cuando completó el elenco de 24 horas, bajo la dirección de Alfredo Arias, con quien también hizo La mujer sentada, sobre la historieta de Copi, entre muchos otros éxitos. Selló
su prestigio con dos Molière, el premio nacional del teatro francés: uno, en 1986, por el musical Mortadella; y el segundo, en 1999, por Peines du coeur.

A Buenos Aires regresa para subirse al escenario o filmar. En las tablas porteñas, homenajeó a Niní Marshall e hizo Las criadas y 33 variaciones. Uno de sus últimos trabajos en cine fue en Los sonámbulos, película que participó de la Competencia Internacional del Festival de Mar del Plata. Además, espera el estreno de Nocturna, junto a Pepe Soriano. Tan buena es en lo suyo que sus colegas hablan del “método Marilú”. Se ríe al escucharlo, porque no estudió actuación y aprendió el oficio haciendo, poniéndoles el cuerpo a los personajes. “Así como en la danza uno tiene la barra para ejercitar, yo hice la barra sobre el terreno. Una sola vez tomé clases y fue porque necesité tener una estructura técnica o ponerle nombre a lo que había incorporado por otro lado”.

Los jacarandás florecidos la recibieron este noviembre para reponer Sagrado bosque de monstruos, en el Teatro Cervantes, donde encarna a Santa Teresa de Ávila, la fundadora de la Orden de las Carmelitas Descalzas. En la obra devora el escenario, demostrando que es la actriz de los mil rostros y que, también,
se puede ser profeta en su tierra.

¿De qué se trata su esquema de vida “Yo aguanto, yo hago y yo cumplo”? 

Es un esquema que mantengo desde chica, aunque en la ejecución y lo que quiere decir ha cambiado con el tiempo. Si lo desgloso, “yo aguanto” sería atravesar un momento duro o desfavorable, que me complica internamente. Tal vez, antes lo hacía conteniendo la energía y sufriendo. Quizá porque viví una infancia con directivas muy fuertes es que tenía ese miedo de no cumplir, por lo cual aguantaba cualquier hecho. Gracias a la evolución de mi historia y mi relación conmigo misma, ahora participo de lo que me sucede, puedo mandar en esa situación, la puedo expresar y no sufrirla tanto. He tomado una actitud menos estoica, menos sacrificada.

¿Su tiempo de niña tiene mucho que ver con el presente?

Creo que tengo la suerte de no haber perdido el entusiasmo infantil, las cosas todavía me pueden maravillar o entusiasmar. Puedo tener ilusiones y conservar parte de lo imaginario, de cierta libertad que te da la infancia. Me parece fundamental guardar eso para un artista o cualquier ser humano para vivir. Después, como diría Sigmund Freud, está el principio de realidad, qué es lo que está disponible a los deseos de cada uno; eso es crecer.

¿Cómo se lleva con la realidad? 

¡Como puedo! Todavía me lo estoy preguntando. La realidad es algo complicado para nosotros, hay que ver
cómo negociar con ella traicionándose lo menos posible, viendo cuáles son los caminos para hacer vivir tus deseos en la realidad, un arduo trabajo.

¿Qué encontró en la actuación que no tuvo en la danza? 

La danza también tiene un contacto muy directo con los otros y la realidad. Pero el teatro me dio la palabra,
el texto. Algo en lo cual sentí que podía descubrir y dar a luz cosas más íntimas y diversas mías y del mundo. En mi vida, me ha costado hablar de mí misma, a pesar de que me psicoanalizo hace años. En lo social, siempre hacía hablar a los otros o me interesaba en lo que los demás tenían para contar, era más reticente a hablar de mí. Aparte soy una persona fundamentalmente tímida. El teatro, el escenario, es un lugar donde me siento libre y hablo. Por otro lado, un actor puede seguir trabajando más tiempo que el bailarín, en la danza la exigencia física es certera. El teatro me cautivó y me dio un espacio para que pudiera hablar no solo con mi cuerpo, sino con mi voz y mis palabras, que era una cosa que tenía prohibida.

¿El personaje no existe?

El personaje como otro no existe, uno es el personaje, el actor. Nuestro trabajo no es construir un otro, es hacer a alguien que habla a través tuyo. No existe porque el personaje está creado desde uno, está en el texto, pero no existe en tanto nosotros encarnamos ese verbo. Está teñido de nosotros, porque le damos nuestras emociones. Por ejemplo, yo tengo horror de la violencia y el conflicto, y cuando hice Calibán de La tempestad, tuve que trabajar mucho sobre eso, porque es un personaje que odia. Fue algo muy complicado transitar por el odio, tuve que ir hasta ahí.

¿Qué tiene en común con Santa Teresa de Ávila?

Toda yo, no hay algo que no esté en juego. Aunque Teresa luchó toda su vida con su cuerpo, porque era una
persona muy enferma, no dejó nunca de obrar. Yo tengo un oficio, el de actriz, que exige un trabajo muy grande y constante. Ella era alguien en lo espiritual y en lo místico, pero estaba en la tierra, tenía los pies en la realidad. Era alguien que pudo manejar lo real y lo espiritual de ella, sin negarlo. Ella fue a pesar de todo lo que le pasó a nivel físico. En común tenemos esa persistencia del deseo.

¿Al deseo hay que alimentarlo?

El deseo tiene su voz, no sé si hay que alimentarlo. Es algo que surge en uno, aunque delimitado por los parámetros de la realidad. Pero a veces, esos límites lo acrecientan. El deseo es siempre deseando, nunca se llega al objeto del deseo.

En Sagrado bosque de monstruos se invierte el escenario, ¿la actuación es invertirse? 

Más que darse vuelta, es ser un espejo del que viene a vernos, que se produzca la catarsis, que el espectador se sienta involucrado en el proceso al que está asistiendo. No es convertirse en el espectador, soy yo, un yo en el cual el otro se pueda reflejar, verse en ese cuerpo.

¿Qué le da el cine y qué el teatro?

Son dos lenguajes con accesos distintos, aunque comparten el acto esencial de buscar que la gente se identifique con las obras. Son lenguajes distintos, pero pueden interactuar y complementarse, rebotarse el uno al otro. Todo es interesante y creativo cuando es necesario, cuando sentís que está pensado para estar en la escena, porque si no está digerido de ese modo, sino como una imposición estética o de modernidad, la cosa chirría. Es tan válido una persona contando un cuento como un espectáculo con tecnología
impresionante.

Escritor fracasado es una de las obras que dirige, ¿ha fracasado alguna vez? 

Muchas veces. Pero cuando uno fracasa, aprende. Nunca se pierde. Lo que no mata, fortalece, o como dicen en el campo: lo que no mata, engorda.

¿Qué la motivó a dirigir?

Tal vez un profundo movimiento inconsciente. También un deseo de acceder a mi experiencia personal. Las dos obras que he dirigido –Escritor fracasado, con Diego Velázquez; y Matate, amor, con Érica Rivas– son porque entendí lo que puede pasarle al actor, y soy actriz. Pienso que me animé a dirigir porque podía tener en manos y vehiculizar lo que había aprendido, no didácticamente, sino porque todo lo que yo sé nace de mi experiencia en el escenario. Tal vez lo puedo transmitir ahora porque lo he elaborado. Eso fue lo que me decidió. Aparte, el material que tenía que trabajar, tanto en el caso de Roberto Arlt como de Ariana Harwicz, es de dos autores que me interpelan, que hablan de cosas que me son íntimas, con las cuales soy cómplice
de alguna forma.

¿Y qué es “eso” que puede transmitir?

Tal vez no tener miedo de uno mismo, tratar de aceptarse, de poder verse. Digamos un ejemplo: cuando uno
hace una clase de eutonía, que es un trabajo corporal de contacto con articulaciones óseas, con tu esqueleto, al principio, hay que hacer un registro de uno mismo, sin corregirlo, no buscar lo perfecto, sino la situación en la que está el cuerpo. Pienso que ese es el punto de partida: poder verse lo más cercano a uno y de uno mismo; no tener un a priori de cómo uno debería ser. Esa es de las primeras condiciones. Luego, alrededor de eso, dejar que la imaginación y todo lo que uno ha vivido, ha tocado o ha mirado, también surja; estar en contacto con todo eso y cómo eso se encarna en lo que has imaginado en torno a ese texto, a ese personaje.

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*Publicado en revista Convivimos. Diciembre 2019.