“Respetar a la infancia es todo un arte”. Piñón Fijo

Desde hace 30 años, este payaso alegre es parte de las familias, y sus canciones son la banda sonora de la infancia de varias generaciones. Un balance sobre su camino, en el que siempre pedaleó para adelante.

Por Dai García Cueto Fotos Sebastián Salguero

No solo los niños, todos quieren una foto con Piñón Fijo. Hasta un hombre mayor abandonó su clase en la pileta climatizada del Quality Espacio para bailar el Chu chu ua detrás del vapor, con los pulgares para arriba y con la precisión de una brazada de crol. Es uno más de los que quieren saludarlo o contarle alguna historia en la que él fue el protagonista. Fabián Gómez es un tipo tan sencillo como el personaje que creó. Detrás de la máscara blanca, no puede esconder la gratitud que le reflejan sus propios ojos.

La metamorfosis con Piñón le insume unos 30 minutos, lo que para Fabián, o para los dos, equivale a media hora de terapia. En el espejo donde se mire, el reflejo le devuelve paisajes que cambian en cámara rápida, mostrándole las experiencias vividas. Aunque sean muchas y diferentes, él se siente el mismo del comienzo. “Que el tiempo vaya pasando me sirve para repasar lo que hice, para proyectar cosas y revisar cómo estoy”, dice en plena celebración de sus tres décadas de trayectoria. Se lo nota reflexivo más allá de las fechas importantes.

Otra manera de mirarse para adentro fue escribir canciones, tratando de “buscar la palabra exacta para ser lo más honesto” con lo que quiere decir. Para lo único que cuelga un rato el mameluco amarillo es para jugar al tenis. Fuera de la cancha, su fábrica de pensamientos se la dedica exclusivamente a Piñón. En estos años, editó doce discos, filmó una película y recorrió el país con sus shows. También creó su programa de televisión y su canal de YouTube con un millón de suscriptores. Actualmente, toda la producción la genera desde su propio estudio en Mendiolaza, provincia de Córdoba.

Sus primeros escenarios fueron la calle y las fiestas de cumpleaños, a donde iba en bicicleta, plantando las semillas de un lazo afectivo con las diferentes generaciones. En su caso, el público no se renueva, se agrega. Los chicos que hoy lo siguen son los hijos de aquellos que ya crecieron escuchando sus canciones. Buscar la complicidad con el mundo adulto para seducir a la infancia siempre fue una de sus estrategias. Por eso, a pesar de que el personaje mezcla de payaso, mimo y trovador a primera vista tiene fisonomía infantil, no se define como payaso “por respeto a los verdaderos”, y se considera un “recreador familiar”.

Tuvo una infancia humilde, pero colmada de ternura. Nació en Deán Funes, al norte de la capital cordobesa, y es el menor de tres hermanos. Recuerda que era un chico tranquilo y que su mundo de juegos era muy íntimo. Le encantaban las carreras de autitos en el “Gran Premio” dibujado en las baldosas de su casa, que podían durar semanas. “Hay zonas de mi niñez que no tengo ganas de abandonar hasta el último día de vida”, confiesa.

De niño desarrolló la capacidad de contener y brindar afecto a sus queridos. De grande hizo de la ternura, la alegría y la contemplación las materias primas de su trabajo. En este cumpleaños tuvo un solo deseo: seguir creciendo.

¿Cuáles fueron los momentos más importantes de estos 30 años? 

La primera noche, cuando salí a la calle, ni siquiera a pasar la gorra, sino a ver de qué se trataba esto. El otro, el primer show grande en Buenos Aires, en 2002. Y cuando en el escenario le canté a la panza de mi
hija, donde estaba mi nieta. Son los tres más fuertes.

¿Cómo fue la experiencia de Buenos Aires?

No llegué solo, sino con una producción de acá de Córdoba. Inicialmente, como alguien que viene del interior, estaba deslumbrado por un montón de cosas. Quizá fue a pasos acelerados, porque cuando llegás de otro lado, tenés que hacer una huella, ir de menor a mayor, en cambio yo entré a jugar en la cancha de Boca o River directamente, el potrero lo traía de Córdoba. Fue fuerte, intenso al principio. Con sus cosas lindas, pero también con aristas que no son tan buenas, como todo en la vida, que tiene sus bemoles. Al tiempo, cuando los bemoles fueron más intensos que el placer, en el diario del lunes fue una pausa en Buenos Aires;  para mí fue volver definitivamente a mi raíz. Después la vida me dio otra oportunidad de regresar con lo aprendido.

¿Lo sentiste una derrota? 

Son derrotas circunstanciales. La conquista de alguien del interior de llegar a Buenos Aires y tener que claudicar ciertas zonas de confort que había logrado en ese momento quizá tuvo sabor a derrota. Luego se transformó en experiencia, y esa experiencia, en la raíz de otros éxitos. Cuando digo “éxitos”, no me refiero a vender más discos o entradas, hablo de encontrarle la vuelta a esta vida e intentar ser feliz con lo que uno hace. Mi éxito es encontrar la cuerda que me haga vibrar y entender que estoy en este mundo para algo más trascendente que comprarme un televisor último modelo.

¿Cambió la infancia en estas tres décadas?

La veo más sobreestimulada que hace 30 años. Con todo lo que significa la palabra “sobreestímulo”, para bien y no tan bien. El mundo adulto bombardea constantemente al niño, y en algunos casos los hacemos quemar etapas. Ya sea con estímulos tecnológicos, mediáticos, lúdicos o musicales. Encontrar que en un cumpleaños de cinco años suene reggaetón es toda una señal, una simbología. Asimismo, los niños, porque
son la etapa más sabia del ser humano –por lo menos la más pura y cercana a la fuente de por qué vinimos a este mundo–, crean una autoprotección. El niño ante un títere, un truco de magia, la música y una caricia sigue reaccionando igual que hace doscientos años y que hace diez. Quizá esa etapa de inocencia se ha acotado un poco, pero por ese estímulo del mundo adulto.

¿En qué cambió la familia?

Siempre fui muy inquieto y curioso con eso. Y a la hora de componer, pienso en las diferentes realidades, como las familias ensambladas. Desde joven tuve el cuidado de ser considerado con la realidad de cada uno, no hay un Chu chu ua universal para todas las situaciones. Por ejemplo, se había puesto de moda la canción
Pregunta [la canta para recordar la letra]: “Pregunta si fue en la plaza o en el trabajo. / Pregunta si fue en la escuela, si fue en un bar. / Pregunta si fue en invierno, si fue en verano. / Pregunta cómo se conocieron papá y mamá”. Y viene una mamá a contarme que era separada y que el nene no conocía a su papá, entonces su inquietud era qué hacer si le preguntaba. Le dije “Dejá que te pregunte y respondé con la verdad”. Recién empezaba el 2000, no es que era un adelantado, sino que siempre tuve la intención de ser respetuoso con la
particularidad de cada uno.

¿Cuál es el valor de la palabra musicalizada?

Mucho, porque tiene mucho de lo lúdico. El juego en la infancia es vehículo de afecto, aprendizaje y enseñanza, porque muchas veces son los niños los que nos enseñan a nosotros. A mí me gusta jugar con las palabras entre sí, porque hay juegos de palabras que cuentan con una música propia sin que tengan melodía. Por ejemplo, les cambiás el sentido. A los chicos les hace una cosquilla divertida y está bueno.

¿A veces los niños les tienen miedo a los payasos? 

No es un problema de los niños. Ahora que soy abuelo me doy cuenta de que contemplar a un niño es lo más  parecido a intentar la utopía de darle de comer de la mano a un pajarito. Uno tiene que ser muy sensible, muy cuidadoso, muy respetuoso, como con la naturaleza misma y con cualquier ser humano. Es un vínculo muy frágil, nadie la tiene atada ni totalmente aprendida. Es reinventarse en cada nuevo vínculo que uno genera. Entonces creo que la ansiedad de los papás, la falta del timing del payaso, todo eso le genera al niño una cosa de sentirse alerta, con la guardia alta, y pensar “Pará un poquito, respetame y respetá lo que estoy sintiendo”. Saber respetar a la infancia es todo un arte.

¿Por qué trabajar para los niños?

No sé si fue una decisión consciente, se fueron dando causas y azares. Mi compañera Carina, con quien nos pusimos de novios a los 17 años, también se orientó para el lado de la infancia con la docencia. Y nos empezamos a retroalimentar con mucha data. Además, me di cuenta de que yo tenía una sensibilidad especial con los chicos, que me gustaba hacerlos reír y emocionar, y que había cierta reciprocidad, que se armaba un feedback lindo. Cuando me di cuenta de eso, apareció esta propuesta y se armó este personaje.
Desde ese momento, mi única obsesión fue ir enriqueciéndola en el día a día, ir aplicando lo aprendido, todo a ensayo-error, tratando de ser honesto con lo que uno hace. Pasaron 30 años y acá estoy, enfundado como Piñón.

Fabián tiene 53, ¿qué será de Piñón a esa edad? 

Dejame sacar cuentas… tendría 76 años. A mí me pasó una cosa muy fuerte en el 2006: compartí una gira con mi ídolo de la infancia, Carlitos Balá, cuando él tenía 85 años. También estaba Miliki. A Carlitos lo veo envejecer con tanta dignidad, con un orgullo y  una integridad por la profesión, y a Miliki, dejarnos de una manera tan tierna, que me miro en ese espejo y no me siento incómodo.

¿El futuro?

El mejor proyecto es seguir soñando, en agradecimiento a los sueños cumplidos.

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*Publicado en revista Convivimos. Agosto 2019.